El portugués y yo, sentados frente a frente en el pequeño camarote, cada uno en una de las dos camitas perfectamente hechas, cubiertas con una manta azúl marino, sentimos que había llegado el momento de dejarnos llevar por una marea de emociones, largamente contenidas. Después de varios días de perseguirnos mutuamente, buscando la ocasión oportuna para poder hablar, después de intercambiar incontables miradas, prometedoras de mil nuevos placeres, intentando vencer la timidez y buscando el valor para dejar de ser extraños en el crucero que nos llevaba de vuelta a Barcelona, después de todo eso, al final fui yo la que se lanzó a por todas, en nuestra última noche de travesía.
La discoteca ya cerraba y queriamos encontrar un sitio donde seguir nuestra recién comenzada charla, pero todos los bancos y rincones estaban tomados por viajeros durmientes, así que acabamos en su pequeña habitación de chofer de camión, por suerte para ambos, sin compañero de viaje.
Y así, mirándonos a los ojos, tomándonos de las manos, permitimos que nuestros labios se unieran lentamente, a nuestras lenguas perseguirse, cambiando las palabras por saliva. Me arrodillé entre sus piernas, fundiéndome en un abrazo con su cuerpo caliente, dejando que mis manos atrapasen y se enredasen en los mechones de su largo cabello, mientras nos besábamos de nuevo intensamente.
Me deshice de mi camiseta, dejándole recorrer mis hombros y espalda con sus manos grandes y ásperas, aunque sumamente delicadas, hasta encontrar el cierre de mi sujetador y luchar infructuosamente contra él, ya que al final tuve que soltarlo yo misma. Sus labios acudieron, como llamados por el canto de una sirena, hasta la acogedora generosidad de mis pechos y mis rosados pezones, que lamió con fruición.
Sus dedos traviesos, tomando cada curva de mi piel, al final se perdieron en el interior de mi pantalón y, simplemente con la forma de acariciar mi clítoris, supe que iba a ser un gran amante.
Él se quitó la camiseta negra y los tejanos y yo terminé de desnudarme, sin prisas, sin pausa, bajo la ténue luz anaranjada de la estancia. Su piel estaba muy bronceada por el sol del verano, tan solo su culete pequeño y prieto parecía un poco más claro. Acodada en el estrecho camastro, admiré su estampa de Tarzán, su pecho amplio y lampiño, una cinturita pequeña y brazos y piernas poderosos, un rostro lleno de fuerza: unas cejas pobladas que enmarcaban sus ojos de obsidiana ardientes de deseo, una nariz de boxeador ligeramente achatada y una sonrisa luminosa de dientecillos pequeños, enmarcado todo ello por una melena larga y fiera, de puro azabache, que le llegaba hasta los hombros. Y mi boca se hizo agua y unas ruedecillas giraron enloquecidas en mi bajo vientre al contemplar la imponente erección de su temible verga que, oscura y turgente, invitaba a la lujuria.
Me lancé sobre ella, susurrando, casi suplicando: 'quiero chuparla' y él se dejó hacer, con expresión satisfecha. Me apliqué con intensidad y ganas, sabiendo que ninguno de los dos quería llegar hasta el final, dejándole disfrutar de mi boca apenas unos minutos, cubriéndola de calor y saliva, hasta que vi sus ojos cerrarse y su cuerpo entregarse a mi. Me separé de él, mirándole lascivamente, invitándole a poseerme. Como si leyera mi pensamiento, fue empujándome levemente hacia atrás, hasta que estuve tumbada en la cama y él sobre mi, dominando mi cuerpo al completo desde la atalaya de mi pubis.
Uniendo su cuerpo al mio en un abrazo tierno y envolvente, sentí su ariete abrirse paso, resbalando en el perlado mar de mi sexo hacia las profundidades de mi ser, meciéndome en el vaivén de sus voluptuosas acometidas. Mis manos se tornaron medusa, atrapándolo, acercándolo cada vez más, envenenándole de mi pasión, envolviéndole en mis gemidos.
Se apartó de mi y sus dedos continuaron la tarea de darme placer, pacientemente, con ambas manos a la vez, con la perfección de quien domina la materia, hasta hacerme gritar, quedando cautivos en el pulso de mi orgasmo, una Caribdis hecha carne, atrayéndole hacia su perdición. De nuevo me miraba complacido y eso conseguía que le deseara sin medida.
Volvió a penetrarme, despacito, quedándose muy quieto dentro de mi, a pesar de mi ansia. Mis ojos interrogaron a los suyos. 'Estoy conociéndote' me contestó, 'descubriendo tus secretos'. Otra oleada de sacudidas me conmovío casi al instante, sintiendo bombear la sangre dentro de él, dentro de mi. Tuvo que tapar mi boca, pues la vida se me iba por ella. 'Vas a despertar a todo el mundo', me dijo entre risas, con su acento extraño y dulce. Y yo también reí, abrazándome a su cuerpo, mi tabla de salvación, mientras flotábamos sobre el eterno y oscuro Mediterráneo en una noche que parecía no tener fin.
Quise convertirme en su amazona, cabalgar sobre su mástil, hacerle ahora llevar mi ritmo, moviéndome con la cadencia del oleaje, poniéndome a continuación en cuclillas y obligándole a mirar cómo su polla me taladraba una y otra vez. Luego, izada sobre él, tracé con mis caderas círculos y más círculos en un remolino infinito, hasta que no pudo más y cambió las tornas.
Me tomó a cuatro patas, sujetando mi melena roja entre sus dedos morenos porque así se lo pedí, empujando con fuerza, acariciando mi espalda, sujetándose a mi trasero. No conté las veces que hizo que me corriera, pero fueron muchas, muchas...
Vuelta tras vuelta, volvimos a estar cara a cara, sus brazos musculados atrapándome contra el duro colchón. Y, como ola contra una roca, la salada espuma de su océano cubrió mi cuerpo, entre suspiros y sudor. Su cabeza se hundió en mi hombro y quedamos un rato abrazados, acunados por el leve movimiento del barco.
Quedamos en que vendría a despertarle al día siguiente y, mientras me dirigía a mi camarote, situado una planta más arriba, y recorría silenciosa los pasillos, rememorando cada caricia y cada beso, me di cuenta de que lo que no recordaba era su nombre.
Ya en mi cama, me dormí con una sonrisa, soñando con mi portugués, mi gitano sin nombre, señor de los siete mares, contando los minutos para volver a ser suya, sintiendo su olor en mi piel y dejando que el ardiente deseo de su cuerpo me inundara y consumiera una vez más.
Para Marcelino. Espero que las corrientes vuelvan a traerlo hasta mi costa.
La discoteca ya cerraba y queriamos encontrar un sitio donde seguir nuestra recién comenzada charla, pero todos los bancos y rincones estaban tomados por viajeros durmientes, así que acabamos en su pequeña habitación de chofer de camión, por suerte para ambos, sin compañero de viaje.
Y así, mirándonos a los ojos, tomándonos de las manos, permitimos que nuestros labios se unieran lentamente, a nuestras lenguas perseguirse, cambiando las palabras por saliva. Me arrodillé entre sus piernas, fundiéndome en un abrazo con su cuerpo caliente, dejando que mis manos atrapasen y se enredasen en los mechones de su largo cabello, mientras nos besábamos de nuevo intensamente.
Me deshice de mi camiseta, dejándole recorrer mis hombros y espalda con sus manos grandes y ásperas, aunque sumamente delicadas, hasta encontrar el cierre de mi sujetador y luchar infructuosamente contra él, ya que al final tuve que soltarlo yo misma. Sus labios acudieron, como llamados por el canto de una sirena, hasta la acogedora generosidad de mis pechos y mis rosados pezones, que lamió con fruición.
Sus dedos traviesos, tomando cada curva de mi piel, al final se perdieron en el interior de mi pantalón y, simplemente con la forma de acariciar mi clítoris, supe que iba a ser un gran amante.
Él se quitó la camiseta negra y los tejanos y yo terminé de desnudarme, sin prisas, sin pausa, bajo la ténue luz anaranjada de la estancia. Su piel estaba muy bronceada por el sol del verano, tan solo su culete pequeño y prieto parecía un poco más claro. Acodada en el estrecho camastro, admiré su estampa de Tarzán, su pecho amplio y lampiño, una cinturita pequeña y brazos y piernas poderosos, un rostro lleno de fuerza: unas cejas pobladas que enmarcaban sus ojos de obsidiana ardientes de deseo, una nariz de boxeador ligeramente achatada y una sonrisa luminosa de dientecillos pequeños, enmarcado todo ello por una melena larga y fiera, de puro azabache, que le llegaba hasta los hombros. Y mi boca se hizo agua y unas ruedecillas giraron enloquecidas en mi bajo vientre al contemplar la imponente erección de su temible verga que, oscura y turgente, invitaba a la lujuria.
Me lancé sobre ella, susurrando, casi suplicando: 'quiero chuparla' y él se dejó hacer, con expresión satisfecha. Me apliqué con intensidad y ganas, sabiendo que ninguno de los dos quería llegar hasta el final, dejándole disfrutar de mi boca apenas unos minutos, cubriéndola de calor y saliva, hasta que vi sus ojos cerrarse y su cuerpo entregarse a mi. Me separé de él, mirándole lascivamente, invitándole a poseerme. Como si leyera mi pensamiento, fue empujándome levemente hacia atrás, hasta que estuve tumbada en la cama y él sobre mi, dominando mi cuerpo al completo desde la atalaya de mi pubis.
Uniendo su cuerpo al mio en un abrazo tierno y envolvente, sentí su ariete abrirse paso, resbalando en el perlado mar de mi sexo hacia las profundidades de mi ser, meciéndome en el vaivén de sus voluptuosas acometidas. Mis manos se tornaron medusa, atrapándolo, acercándolo cada vez más, envenenándole de mi pasión, envolviéndole en mis gemidos.
Se apartó de mi y sus dedos continuaron la tarea de darme placer, pacientemente, con ambas manos a la vez, con la perfección de quien domina la materia, hasta hacerme gritar, quedando cautivos en el pulso de mi orgasmo, una Caribdis hecha carne, atrayéndole hacia su perdición. De nuevo me miraba complacido y eso conseguía que le deseara sin medida.
Volvió a penetrarme, despacito, quedándose muy quieto dentro de mi, a pesar de mi ansia. Mis ojos interrogaron a los suyos. 'Estoy conociéndote' me contestó, 'descubriendo tus secretos'. Otra oleada de sacudidas me conmovío casi al instante, sintiendo bombear la sangre dentro de él, dentro de mi. Tuvo que tapar mi boca, pues la vida se me iba por ella. 'Vas a despertar a todo el mundo', me dijo entre risas, con su acento extraño y dulce. Y yo también reí, abrazándome a su cuerpo, mi tabla de salvación, mientras flotábamos sobre el eterno y oscuro Mediterráneo en una noche que parecía no tener fin.
Quise convertirme en su amazona, cabalgar sobre su mástil, hacerle ahora llevar mi ritmo, moviéndome con la cadencia del oleaje, poniéndome a continuación en cuclillas y obligándole a mirar cómo su polla me taladraba una y otra vez. Luego, izada sobre él, tracé con mis caderas círculos y más círculos en un remolino infinito, hasta que no pudo más y cambió las tornas.
Me tomó a cuatro patas, sujetando mi melena roja entre sus dedos morenos porque así se lo pedí, empujando con fuerza, acariciando mi espalda, sujetándose a mi trasero. No conté las veces que hizo que me corriera, pero fueron muchas, muchas...
Vuelta tras vuelta, volvimos a estar cara a cara, sus brazos musculados atrapándome contra el duro colchón. Y, como ola contra una roca, la salada espuma de su océano cubrió mi cuerpo, entre suspiros y sudor. Su cabeza se hundió en mi hombro y quedamos un rato abrazados, acunados por el leve movimiento del barco.
Quedamos en que vendría a despertarle al día siguiente y, mientras me dirigía a mi camarote, situado una planta más arriba, y recorría silenciosa los pasillos, rememorando cada caricia y cada beso, me di cuenta de que lo que no recordaba era su nombre.
Ya en mi cama, me dormí con una sonrisa, soñando con mi portugués, mi gitano sin nombre, señor de los siete mares, contando los minutos para volver a ser suya, sintiendo su olor en mi piel y dejando que el ardiente deseo de su cuerpo me inundara y consumiera una vez más.
Para Marcelino. Espero que las corrientes vuelvan a traerlo hasta mi costa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario