La luz comienza a iluminar levemente el cielo en este domingo de Mayo, mientras camino bajo la lluvia por Las Ramblas de Barcelona en dirección a la estación. Tras una noche de fiesta, me dispongo a regresar a casa con el primer tren de la mañana. Al subir al vagón, me acomodo en los asientos laterales frente a otros cuatro, ocupados únicamente por una persona. Se trata de un chico en la treintena, muy grandote, que ocupa indolentemente casi dos de ellos, espatarrado con comodidad, mientras lee una revista.
En la negrura del túnel, mientras el tren se dirige velozmente hacia su siguiente parada y a falta de algo mejor que contemplar, mis ojos recorren lentamente su persona, de la cabeza a los pies. Reconozco en sus formas el tipo de hombre que me gusta: moreno, con el cabello ligeramente largo que despunta sobre sus orejas, con un aire de ternura que lo hace terriblemente deseable, pervertible, o quizás ocultando una fiereza que no se muestra normalmente a los demás. Se adivina muy alto, corpulento, sus manos son enormes y me da por pensar, con picardia, que posiblemente a conjunto con el resto de su anatomía.
El hombre sentado junto a mí me observa a su vez, en el reflejo de la ventana, captando mi interés por el muchacho y sonriendo levemente. Disimulo, sintiéndome descubierta, dejando vagar mi mirada por el vagón, por las cosas en el bolso que llevo, por mi ropa húmeda de la lluvia, por la lista de canciones que suenan en mi mp3, aunque inevitablemente vuelve una y otra vez al grandullón, que sigue leyendo sin reparar en mí.
Cuando el tren sale a la superficie y nos vemos rodeados de la luz gris del nuevo y nublado día, deja su revista en el asiento y rebusca en los bolsillos de su chaqueta, que reposa arrugada sobre sus rodillas. No encuentra lo que busca y se cachea el pantalón de denim oscuro. De su bolsillo derecho saca un móvil y lo veo trastear con él, para seguidamente volver a guardarlo. Sus ojos se cierran y su cabeza se va ladeando. Se está quedando dormido.
Sin el reflejo inquisitorio de mi compañero de asiento y al tener el chico los ojos cerrados, sin posibilidad de descubrirme, me siento libre de fijar mi vista maleducadamente en él y deleitarme con el espectáculo. La tentación es demasiado grande: saco mi cámara de fotos y le echo una sin llamar la atención, haciendo ver que repaso otras fotografías. Su mano izquierda descansa sobre su vientre, que se mueve acompasadamente con su respiración relajada, sujetando al mismo tiempo la chaqueta. Sus muslos son poderosos, enormes, y su sola visión me hace vibrar en una frecuencia no audible, calentando mi bajo vientre y mojando mis bragas. Puedo imaginar perfectamente las formas de su cuerpo bajo la camiseta blanca un poco vieja, que se transparenta ligeramente. Lleva estampado un enorme numero dos, que me hace sonreír. El dos siempre ha sido mi número de la suerte, ¿será una señal? La curva de su hombro, el dibujo de su clavícula, el movimiento lento de su pecho, su boca entreabierta, disparan todo mi deseo y hacen que me ponga a soñar despierta.
Y sueño que me acomodo a su lado, ocupando solamente medio asiento, pues su mano derecha descansa abierta y gigantesca sobre la revista que leía. Todos los ocupantes del vagón duermen o están enfrascados en la lectura y no nos prestan atención. Mi mano se desliza por el tejido de su pantalón, escondiéndose bajo la chaqueta. El contacto le despierta y se aferra a la prenda, temeroso de un posible ladrón. Pero mi mano sigue ahí, sobre su bragueta y mis ojos no dejan duda al respecto: no estoy interesada en sus pertenencias, solamente en su cuerpo, en su placer que ya es el mío, así que vuelve a cerrar los ojos y se deja llevar, todavía adormilado, sintiendo la caricia que recorre su sexo sobre la ropa, que se va haciendo más intensa. Quizás habrá fantaseado con eso mismo alguna vez: una desconocida en un tren casi vacío que no puede resistir sus bajas pasiones... Ya puedo notar el bulto que va creciendo y es tan grande como imaginaba mientras advertía su gran cuerpo. Bajo lentamente la cremallera y mi mano se adentra en tejidos más íntimos. Mis uñas rojas arañan suavemente su escroto sobre el algodón de su ropa interior. Su excitación es ya muy evidente, su cuerpo desprende calor y su polla asoma por encima del calzoncillo. Mi mano sigue jugando, apartando la tela, apretando su turgencia firmemente mientras se desliza arriba y abajo, lentamente, con el cosquilleo del vello rizado de su pubis en mis dedos. Veo aparecer la punta rosada y brillante de su glande entre la ropa y me hace salivar, ansiosa. Desearía bajar hasta ahí, succionarla, atraparla entre mi lengua y mi paladar, cubriendo de saliva cada pliegue de piel, dejando que las rugosidades de mi lengua despierten oscuros placeres que todavía no conoce, perdiéndose en las profundidades de mi garganta. Pero me contengo. Una mamada sería más difícil de disimular si entrara alguien en el vagón por sorpresa.
Su mano derecha, que reposaba sobre el asiento, se ha ido deslizando, alcanzando mi pierna, subiendo por la cara interna de mi muslo, adentrándose cada vez más bajo mi falda, que se va subiendo, arrastrada por sus titánicos dedos, hasta alcanzar el encaje caliente y mojado que protege la entrada de mi coño y rozar suavemente mi clítoris con su dedo meñique. Mi cuerpo se acerca a su brazo, el contacto de mi pecho humedecido por la lluvia y su piel es pegajoso pero cálido. Vuelve su rostro hacia mí, con los ojos todavía cerrados, pero su boca es tan tentadora que me sumerjo en ella, explorando, peleando, degustando, sintiendo el dulce roce de sus labios en los míos, su aliento cálido en mi mejilla cuando nos separamos. Su respiración se vuelve acuciante, más profunda y entrecortada, su mente concentrada en el movimiento lento pero firme de mi mano bajo su chaqueta. Quiero que lo haga, que lo disfrute hasta el final, que me pringue la mano y su ropa, que se derrame sobre su propio vientre y mis dedos, que sin duda lameré después, para guardar el recuerdo de su sabor dentro de mí.
Regreso de mi sueño, las mejillas arreboladas. La chaqueta me estorba y aprieto con fuerza mis muslos entre sí, apenas conteniendo el temblor que me invade, sintiendo la pulsión del deseo que me trastorna. Rebusco de nuevo en mi bolso y me retoco el pintalabios con la ayuda del espejo en que se ha transformado mi tarjetero metálico. Saco una de mis tarjetas profesionales. Mi nombre, mi e-mail, mi número de teléfono, una breve explicación de mis actividades y algunos ornamentos en dos tonos de violeta. Son bonitas, o al menos, a mí me lo parecen. De nuevo observo al durmiente, ajeno a todas mis maquinaciones. Pienso si sería capaz de dejarle una entre las páginas de su revista, o sobre el brazo que descansa sobre su cuerpo. Se despertaría y se levantaría al llegar a su parada, cuando suene la alarma de su móvil, posiblemente la tarjeta caería hasta el suelo y él la recogería con curiosidad, mirándola y leyéndola con extrañeza. “Te la ha dejado la chica que estaba sentada aquí” le diría el hombre de la sonrisa, añadiendo “yo creo que le gustabas, porque no te quitaba ojo...” Y él se la guardaría, tratando de recordar cómo era la chica en cuestión y quizás al llegar a su casa, probaría a llamarme.
“¿Hola?”, diría yo...
Me guardo una en mi bolsillo. Y nos imagino desnudos y sudorosos en una cama grande y revuelta, tumbados el uno junto al otro, sus dedos índice y corazón hundiéndose muy adentro en mi sexo mientras su pulgar juega con mi clítoris, disfrutando de mis gemidos y de las reacciones de mi cuerpo ante sus ataques, luchando ambos entre risas por ver quien queda arriba y él dejándose ganar para que yo pueda cabalgarlo, pintando su verga con mis fluidos mientras atrapa mis pechos con sus manazas para llevarlos a su boca y mis dedos se sujetan a su pelo, temblando de placer al correrme, empalada en su enorme miembro.
Va llegando inexorable la parada donde debo bajar y él sigue durmiendo, apoyado contra la ventana. Pierdo la esperanza de que viva en mi ciudad. Me pongo en pie, voy hacia la puerta, el corazón acelerado, mi mano acariciando la tarjeta que reposa en el bolsillo de mi chaqueta, preguntándome a mi misma si me atreveré, deseando locamente volver a verle, saber más de él, descubrir su voz, reflejarme en sus ojos, perderme entre sus brazos y conocer su risa. El tipo de la sonrisa me sigue con la mirada desde su asiento y percibo sus ojos clavados en mi espalda, esperando mis movimientos. Me coarta. Contemplo una vez más el pelo revuelto de mi chico ideal asomando sobre el asiento, está tan cerca que podría tocarlo, tan solo un pequeño gesto bastaría para depositar mis datos en su regazo y dejar que el destino siga su curso.
Pero las puertas se abren y desciendo del tren, bajando tristemente sus dos escalones hasta el andén. Y mi paso se hace pesado mientras me dirijo a la salida, arrugando con rabia mi tarjeta en un puño dentro de mi bolsillo, sintiéndome una cobarde. El tren pita, sus puertas se cierran y continúa con su camino, ignorante de mis deseos, al igual que su durmiente pasajero. Lo veo alejarse desde lo alto de las escaleras mecánicas y, mientras me incorporo a la mañana que ya transcurre bulliciosa en mi ciudad, donde la lluvia ya ha escampado, en mi mente resuenan las palabras que ya nunca escucharé:
“¿Hola?”, diría yo...
“Hola, soy el chico del tren...”
- True Story. Si por casualidad alguien lo conoce, que le hable de mi y que me mande un mensaje al mail que hay en Información jajaa Se fue dirección Manresa, para más datos...